Feliz día, no esenciales

Anoche entré al Primero de Mayo más raro de la historia maratoneando la primera temporada de Mad Men. Se suponía que hoy la levantarían de Netflix. No pude resistirme. Arranca en 1960: tan lejos de hoy como de 1900.
Ahí está condensada la educación sentimental del siglo XX sobre el trabajo. Para los hombres y las mujeres de Sterling Cooper, el trabajo es todo: es el gran ordenador social, lo que les dice quiénes son y cuánto valen. El dinero nunca es más que un signo de otra cosa. El trabajo es medio y fin a la vez, fuente originaria de todo valor. Para quienes viven en esa oficina -día y noche, fines de semana, feriados, fiestas, funerales- nada da más pánico que perder el trabajo. Eso sería ser expulsado, y afuera no son nadie.
Se ve claro en los hombres, pero sobre todo en las mujeres. Los tres personajes principales, Peggy, Joan y Betty, se reparten los roles. Peggy entra a la agencia como quien entra a la vida, como único modo de tener una vida por fuera del tedio de su familia. Joan simula estar allí para conseguir un marido, pero a lo largo de las temporadas se ve que no puede vivir sin el poder que le da reinar sobre la oficina. Betty es la ama de casa desesperada que le pregunta a su vecina “¿cómo es trabajar en el centro?”.
Hace rato que ese ordenamiento social implotó. Nos quedamos con los pedazos rotos: vivimos con la ilusión de ese mundo del trabajo que no existe más. En medio de la pandemia, esto se ve más claro, pero lleva décadas pasando. ¿Cuántes pueden hoy recibir un “feliz día” sin una mordida agridulce? Una voz que dice cosas como “¿Soy realmente trabajador/a si no tengo un trabajo fijo? ¿O si trabajo todos los días pero nadie me paga? Si hace dos meses que trabajo algunas horas sueltas por semana, ¿me gané mi feriado?”
Desde que empezó la cuarentena pienso en los bullshit jobs de David Graeber: “Una forma de empleo remunerado que es tan completamente inútil, innecesario o pernicioso que incluso el empleado no puede justificar su existencia aunque, como parte de las condiciones de empleo, se sienta obligado a fingir que esto no es así”. No son “trabajos de mierda” sino “trabajos al pedo”, como señaló Alejandro Galliano en el Encuentro Comunes 2018.
Hace seis semanas, la categoría de “trabajadores esenciales” viene a decir que los miles de millones que no aportamos a la salud ni la alimentación estamos, grosso modo, al cuete. Seguimos tratando de hacer nuestras cosas -quien más, quien menos-, pero el mundo no se detiene si dejamos de trabajar. Industrias enteras están congeladas, con peligro de nunca más volver, y sigue girando.
Pienso en Peggy, Don y Joan en cuarentena. Los empleos de publicidad son el ejemplo perfecto de bullshit jobs; en la primera temporada, un beatnik acusa a Don de ser el mal del capitalismo en persona, encargado de crear necesidades de consumo. Si la publicidad se detuviera, nada pasaría: apenas la destrucción de sus vidas. Necesitan al trabajo mucho más de lo que el trabajo, o el mundo mismo, les necesita a elles.
Hoy las cosas son distintas, pero vivimos todavía con la estructura mental del trabajo del siglo XX. La pausa forzada trae consecuencias materiales -cuesta ganarse el mango para seguir comiendo- y espirituales -según los casos, sentir vacío, aburrimiento, inutilidad-. Como yapa tenemos el malestar que trae hacerse cargo de esa divergencia.
El desacople entre la fuente de ingresos y el sentido no es de hoy. Esa fantasía de que un trabajo debía llenarnos a la vez las expectativas sociales, la autoestima, las ansias de realización y el estómago está rota. Poquísimas personas tenían el privilegio de ganar dinero con alguna actividad que encontraran placentera o relevante. Muchas otras se las rebuscaban, sacaban la alegría de acá y la plata de allá, invertían en prestigio en un ámbito para cobrar en otro. Íbamos como podíamos, tratando de sostener con los dientes los hilos de la vida: subsistir, ser feliz, sentirse parte. Y ahí vino la pandemia a revelarlo todo.
De repente perdimos las calles, las aulas, las oficinas, donde podemos conocer gente y alternar roles; a cambio nos quedó el vivo de Instagram y los agujeros de seguridad de Zoom. Ahora se ve clarito quién tiene para pasar el día y quién no, quién tiene techo y quién no, quién tiene sistema de salud y quién no, quién tiene compañía y quién no, quién logra privacidad y quién no. A la sombra de la separación entre trabajos “esenciales” y prescindibles se agiganta el tiempo dedicado a toda esa otra parte de la vida que no considerábamos trabajo: cocinar, limpiar, acompañar a chicos y chicas con las tareas de la escuela, jugar con elles, llamar a les mayores a ver cómo están, chequear qué tal van les amigues que la pasan a solas. Los feminismos llevan décadas hablando de la centralidad invisible de las tareas de cuidados y el trabajo afectivo y reproductivo. Bueno, ahora están a la luz.
A la vez, números obscenos muestran que la riqueza está divorciada del trabajo; viene del sistema financiero, que infla la desigualdad preexistente. La automatización no nos libera, solo enriquece más a quienes más tienen y precariza al resto: la economía de la changa toma cada vez más áreas a medida que la pandemia flexibiliza por la fuerza las condiciones laborales. Cada vez menos garantías a cargo de las empresas, cada vez más obligación de disponibilidad sin límites para quienes trabajan.
Así que estamos desbordades y, al mismo tiempo, lidiando con la incomodidad de faltar al mandato bíblico. Si el trabajo ya no es ni un derecho ni un deber, ¿dónde quedamos? ¿Cómo vamos a subsistir? ¿De dónde sacar sentido, orgullo, alegría? ¿Qué somos por fuera de los circuitos laborales?
Circula un tuit que dice “sólo estás siendo improductive en relación a tu vida anterior, que no existe más”. La pregunta es, ¿qué es productivo hoy?
Feliz día. Hoy, y mañana también.